La bandera (Mamerto
Menapace)
Madera Verde,
Editorial Patria Grande.
En la vida necesitamos símbolos. Necesitamos una imagen
concreta que logre nuclear el montón de vivencias, anhelos y tensiones que
tironean el alma.
Dos brazos sosteniendo una pica bajo un sol que nace llegan a
formar una sola imagen que se estampa y se lleva sobre cada cosa que alude a la
Patria. Para eso se creó el escudo. Necesidad de unidad y búsqueda apasionada
de libertad bajo la esperanza de amanecer. Necesidad de sentirse alguien, y de
decirse algo breve y claro, que sea programa y comprometa en la marcha. Los
pueblos para caminar necesitan una bandera. Los hombres para vivir necesitan
una verdad. Pero diría que fundamentalmente necesitan una verdad para morir.
Porque los pueblos en marcha no necesitan tanto la bandera como compañera de
ruta, cuando como símbolo que debe ser plantado en la meta que es la finalidad
de la marcha. Se lleva una bandera para plantarla en la cumbre, no para
guarecerse en la marcha. El labrado no lleva la semilla para consolarse en su
peregrinación de siembra, sino para dejarla en el surco, que es la meta de su
caminar. Así también los hombres, peregrinos hacia la muerte y el más allá,
necesitan de esta verdad que los identifique como personas, para dejarla
plantada allí en su meta. Pero para poder tenerla en el momento de la llegada,
es necesario llevarla a través de la marcha. Hay que comprometerse con ella en
el caminar, hay que convertirla en propia. Hay que despojarla de todo lo
accesorio, simplificándola hasta reducirla a esa verdad simple y pura que casi
se identifica con la persona, con su mensaje, con su misterio que es semilla.
Normalmente los pueblos descubren su bandera en la marcha. Y casi siempre surge
espontánea, exigida por el apremio de las circunstancias, impuesta en su forma
y en su color por humildes detalles de la vida del pueblo y de la geografía de
su marcha. No existen banderas en busca de pueblos. Lo que existen son pueblos
en marcha, que generan banderas. Si el pueblo es verdadero, su bandera también
lo será. Porque su intuición terminará por rechazar las banderas impuestas, las
que no pertenecen a su verdad. Lo que existen son hombres verdaderos que en su
marcha dan expresión a la semilla de verdad que Dios mismo ha sembrado con su
evangelio en la propia cultura. La bandera no explica una patria: la construye.
No me da un exacto conocimiento del pueblo que la enarbola: me compromete con
él. La verdad de un hombre que vive y por la que ese hombre muere, se convierte
en consigna para aquellos que siguen su huella. Llegará un día en que la
historia de la bandera se identificará con la de su pueblo y con su misión,
simplemente porque tras ella se escondía el alma de ese pueblo. Porque las
banderas que se plantan en la meta no son banderas nuevas, recién desembaladas.
Son banderas descoloridas, desflecadas por los mismo vientos que curtieron a su
pueblo; heridas y simplificadas por los mismos riesgos que él vivió. En la
muerte que amojonó la marcha de ese pueblo, la bandera dejó un jirón y se
enriqueció con una herida que la empobreció pero que a la vez la hizo más
propia de ese pueblo. Más suya, y por tanto más exigente de fidelidad, más
comprometedora en su capacidad de conducir a la meta. Sólo la verdad libera y
compromete en plenitud.
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